Hace un tiempo salió este libro en los comentarios. Una estricta institutriz educa a su alumno para convertirlo en su esclavo ideal. Hay un historia paralela, la del padre del joven con su sumisa sexual, así que es un libro interesante para Ama/os, sumisa/os, switch o amantes de la novela erótica en general.
Más allá de azotainas, disciplinas y todo lo demás, destaco esta simple frase, que resume el anhelo de cualquier Ama que se tome esto en serio:
Él será como yo deseo, -pensó ella, temblando por dentro-, y será MÍO.
Pinta bien, ¿eh?... Aquí van unos fragmentos de lectura veraniega.
Pero Harriet Marwood no era una mujer corriente. Poseía una rara especie de sensualidad que se encontraba a sus anchas en una curiosa combinación de protección maternal y crueldad despiadada. Ahora, cautivada por el rostro y la figura de su alumno, era feliz con su dominio absoluto.
Ahora que estaba segura de la completa devoción de Richard, Harriet podía haber caído en la tentación de relajar la vigilancia y perseverancia. Pero se percató de que aún le esperaba la prueba principal. El amor del muchacho debía transformarse en un deseo activo por su cuerpo, porque su perpleja sensualidad hallaba el único escape al someterlo a repetidos actos de severidad.
Como Harriet Marwood había adoptado definitivamente el método del castigo corporal para inculcarle la idea de la perfección -fin el que era apasionadamente devota-, apenas pasaba un día sin que tuviera que recurrir a la correa. Su educación en materia de disciplina había progresado notablemente: por ahora, al igual que cualquier otro muchacho inglés bajo la autoridad de una institutriz, había aprendido a someterse a cualquier juicio de su instructora. Había adquirido el hábito de la obediencia instantánea y aprendido a aceptar el más enérgico castigo sin cuestionarlos.
Pero eso no era todo. Al menos una noche de cada dos semanas, atado a la cama, soportaba el duradero tormento de un doble correctivo, con la correa y la vara. La sagaz institutriz ya no le anunciaba de antemano estas ocasiones. Así, durante tres o cuatro noches a la semana, el muchacho no podía estar seguro de si su visita nocturna acarrearía el placer de un beso o la tortura de un castigo especial; incertidumbre que se resolvía sólo en el último momento con la aparición de Harriet completamente vestida y con la sonrisa en los labios o con la larga capa, encapuchada, los brazos desnudos y la terrible correa en las manos.
Semejante trato le había desarrollado un nivel extraordinario de sensibilidad y sensualidad. Vivía en estado de constante alteración nerviosa, a merced de los caprichos de su instructora, hacia la que había llegado a albergar una actitud muy ambigua. La temía y la amaba, pero su amor era casi enteramente sensual. Lo cautivaba a través de la carne, pero se mantenía e incrementaba al aplicarle los castigos. Richard era feliz con el deleite indirecto que obtenía de este modo.
Pero eso no era todo. Al menos una noche de cada dos semanas, atado a la cama, soportaba el duradero tormento de un doble correctivo, con la correa y la vara. La sagaz institutriz ya no le anunciaba de antemano estas ocasiones. Así, durante tres o cuatro noches a la semana, el muchacho no podía estar seguro de si su visita nocturna acarrearía el placer de un beso o la tortura de un castigo especial; incertidumbre que se resolvía sólo en el último momento con la aparición de Harriet completamente vestida y con la sonrisa en los labios o con la larga capa, encapuchada, los brazos desnudos y la terrible correa en las manos.
Semejante trato le había desarrollado un nivel extraordinario de sensibilidad y sensualidad. Vivía en estado de constante alteración nerviosa, a merced de los caprichos de su instructora, hacia la que había llegado a albergar una actitud muy ambigua. La temía y la amaba, pero su amor era casi enteramente sensual. Lo cautivaba a través de la carne, pero se mantenía e incrementaba al aplicarle los castigos. Richard era feliz con el deleite indirecto que obtenía de este modo.
Durante las siguientes dos semanas, hasta que llegó la hora de abandonar la casa de Christchurch, Harriet contribuyó a mantener a su enamorado alumno en una tensión e incertidumbre continua. Todo lo que hacía para prender su ardor, mediante miradas, contactos y caricias ocasionales, lo realizaba con su habitual crueldad. En cuanto él caía en la tentación era rechazado, burlado y apartado con una mezcla de amistad y desdén. Aunque él se habría sorprendido de saber que también ella se hallaba en una situación parecida.
Pero las energías de Harriet tendían tanto a ocultar sus deseos como a resistirlos y Richard no tenía ni idea de los tormentos que ella soportaba cada noche en la cama, en las tentaciones que superaba. No tenía ni idea de las largas y agotadoras fricciones de clítoris a las que se había visto obligada a recurrir, que la dejaban más fatigada que satisfecha, aún atormentada por su eretismo y aguardando el momento en que tales prácticas ya no serían más efectivas para ella de lo que lo fueron para Richard.
Se arrodilló y empezó a besar el pie encerrado en un zapato de tacón alto y flexible piel de corzo, que se movía bajo su nariz. Notó la finura del tobillo. Le vio las piernas enfundadas en unas preciosas medias con costura, la orilla de unas enaguas blancas y el encaje de sus bragas. Cuando le quitó el zapato era tal su excitación que lo dejó caer sobre el otro pie.
Ella se hundió en el sillón de cuero, observándole mientras se tambaleaba para ponerse en pie frente a ella. Durante casi un minuto permaneció en silencio, supervisando la trémula figura y los ojos humillados. La visión de su sufrimiento y su zozobra eran tan exquisitsa que prolongó el placer de mirarlo, que ya se transmitía a la meliflua suavidad de su vulva.
- No, Richard –dijo al fin. Hemos acabado las tareas escolares. Pero el resto de la tarde lo dedicaremos al castigo. ¿Comprendes lo que significa?
-Sí, señorita -murmuró dejando caer la cabeza.
-Entonces, ¿a qué estás esperando? Prepárate ahora mismo.
-Oh, sí, señorita. Lo siento.
Y sus dedos desabrocharon torpemente los botones del pantalón y con un rápido movimiento de caderas, dejó que sus ropas cayeran al suelo. Harriet respiró hondo al ver sus nalgas desnudas y torneadas. Tanteo sus riñones con la vara observando el temblor que producía la involuntaria contracción de sus músculos.
Y de repente, al ver la carne lisa, redondeada y desnuda, tan sumisa ante ella, y al pensar que pronto estaría bailando y estremeciéndose bajo el constante azote de la fusta, contuvo la respiración con feroz alegría. Dejando a un lado cualquier idea de una lectura preliminar, incapaz de esperar más tiempo, echó hacia atrás el brazo y lo golpeó enérgicamente.
Al décimo latigazo se detuvo y dio un paso atrás.
- No, Richard –dijo al fin. Hemos acabado las tareas escolares. Pero el resto de la tarde lo dedicaremos al castigo. ¿Comprendes lo que significa?
-Sí, señorita -murmuró dejando caer la cabeza.
-Entonces, ¿a qué estás esperando? Prepárate ahora mismo.
-Oh, sí, señorita. Lo siento.
Y sus dedos desabrocharon torpemente los botones del pantalón y con un rápido movimiento de caderas, dejó que sus ropas cayeran al suelo. Harriet respiró hondo al ver sus nalgas desnudas y torneadas. Tanteo sus riñones con la vara observando el temblor que producía la involuntaria contracción de sus músculos.
Y de repente, al ver la carne lisa, redondeada y desnuda, tan sumisa ante ella, y al pensar que pronto estaría bailando y estremeciéndose bajo el constante azote de la fusta, contuvo la respiración con feroz alegría. Dejando a un lado cualquier idea de una lectura preliminar, incapaz de esperar más tiempo, echó hacia atrás el brazo y lo golpeó enérgicamente.
Al décimo latigazo se detuvo y dio un paso atrás.
- Nos tomaremos nuestro tiempo, Richard –dijo fríamente-. Tenemos toda la tarde por delante, sabes.
Harriet era en realidad una antigua experta en el arte de estimular los sensibles genitales de un muchacho. Era un arte que había adquirido a fuer de hacerlo con gusto y que había desarrollado hasta tal refinamiento que, cuando quería, podía hacer de ello un ejercicio de la más voluptuosa crueldad. Y ése era su objetivo en la presente ocasión.
Al sentir endurecerse lentamente el pene, Richard profería hondos suspiros de placer. La delicadeza de esos dedos era irresistible, la complaciente y fácil estimulación de sus nervios, era tan exquisitamente diestra que casi se desmaya de placer.
Deseó con fuerza el orgasmo. El esperma parecía acumulado en la base de su palpitante verga y de repente sintió la brusca presión de los fuertes dedos de ella cortando el placer, convirtiéndolo en una sensación de contrición y molestia.
- No, Richard –la oyó murmurar-. No.
Y él permaneció sujeto entre las rodillas de Harriet, temblando con un dolor exasperante en las entrañas.
- Lo ves, Richard –dijo con voz dulce-, estás en mi poder. A partir de ahora vas a ser cada vez más consciente de ello. No creas que voy a tolerar tus vilezas. No, lo que estoy haciendo es sólo otro castigo. Con esto y con el látigo te enseñaré el hábito del autodominio.
Dos veces más lo llevó hasta el mismo vértice del orgasmo. El muchacho, con el cuerpo tembloroso y convulso por el deseo desesperado de liberar su esperma, sufría un verdadero tormento de deseo implacable. Pero para aquel entonces, Harriet ya tenía suficiente de ese cruel y exasperante juego. De inmediato le soltó y entonces, abrazándolo apretó los labios contra los suyos en un largo y trémulo beso.
Al sentir endurecerse lentamente el pene, Richard profería hondos suspiros de placer. La delicadeza de esos dedos era irresistible, la complaciente y fácil estimulación de sus nervios, era tan exquisitamente diestra que casi se desmaya de placer.
Deseó con fuerza el orgasmo. El esperma parecía acumulado en la base de su palpitante verga y de repente sintió la brusca presión de los fuertes dedos de ella cortando el placer, convirtiéndolo en una sensación de contrición y molestia.
- No, Richard –la oyó murmurar-. No.
Y él permaneció sujeto entre las rodillas de Harriet, temblando con un dolor exasperante en las entrañas.
- Lo ves, Richard –dijo con voz dulce-, estás en mi poder. A partir de ahora vas a ser cada vez más consciente de ello. No creas que voy a tolerar tus vilezas. No, lo que estoy haciendo es sólo otro castigo. Con esto y con el látigo te enseñaré el hábito del autodominio.
Dos veces más lo llevó hasta el mismo vértice del orgasmo. El muchacho, con el cuerpo tembloroso y convulso por el deseo desesperado de liberar su esperma, sufría un verdadero tormento de deseo implacable. Pero para aquel entonces, Harriet ya tenía suficiente de ese cruel y exasperante juego. De inmediato le soltó y entonces, abrazándolo apretó los labios contra los suyos en un largo y trémulo beso.
Pero Harriet tenía sus propios planes para su primer encuentro matrimonial.
-Esta es nuestra noche de bodas, querido, y quiero que te empapes totalmente del sentido solemne que tendrá para ambos en los años venideros, Richard. Debes tener ciertas ideas preconcebidas sobre los papeles del marido y la esposa, ideas influidas por la opinión general de que es el marido el instigador y el director de las tiernas relaciones que deben existir entre ambos. Si albergas tales ideas, debes quitártelas de la cabeza de inmediato.
Harriet guardó silencio un instante y le dirigió una mirada serena, pero a la vez severa.
- Debes comprender que en este matrimonio seré yo quien lleve las riendas y tú quien obedecerás... sobre todo en la cuestión de nuestras relaciones más íntimas.
-Esta es nuestra noche de bodas, querido, y quiero que te empapes totalmente del sentido solemne que tendrá para ambos en los años venideros, Richard. Debes tener ciertas ideas preconcebidas sobre los papeles del marido y la esposa, ideas influidas por la opinión general de que es el marido el instigador y el director de las tiernas relaciones que deben existir entre ambos. Si albergas tales ideas, debes quitártelas de la cabeza de inmediato.
Harriet guardó silencio un instante y le dirigió una mirada serena, pero a la vez severa.
- Debes comprender que en este matrimonio seré yo quien lleve las riendas y tú quien obedecerás... sobre todo en la cuestión de nuestras relaciones más íntimas.
¿Lo comprendes?
-Sí, Harriet -contestó bajando los ojos.
-Sí, Harriet -contestó bajando los ojos.
-Bien. También debes comprender que mis sensaciones y deseos tendrán preferencia en todo momento. Será tarea tuya, por encima de cualquier otra cosa, darme placer. Tu placer es secundario. Comprendo que deberé instruirte para que tu comportamiento sea adecuado para mí, pues no sabes nada de los deseos y necesidades de una mujer. Tal vez crees que la posesión y utilización de un órgano masculino es todo lo que se requiere para hacer de ti un compañero apropiado para una mujer apasionada como yo. Si crees eso, estás muy equivocado.
Harriet se levantó el camisón y le enseñó los labios de su sexo.
- Míralo bien, Richard, pues de ahora en adelante será para ti ni la fuente ni el corredor de tu placer, ni siquiera el signo de mi sexo y el índice de mi sexualidad, sino mucho más. Será para ti desde ahora y para siempre, un objeto de adoración. Tu único interés será servirlo de todas las maneras.
- ¿Lo has entendido?
- Sí, Harriet.
Harriet sonrío en la penumbra. Había alcanzado la meta prometida, por fin había llenado su copa. Había disfrutado de la posesión y control absoluto del hombre al que amaba con esa mezcla de ternura y crueldad que caracterizaban su naturaleza. Pensó que era tal y como ella lo había hecho: una criatura dependiente de ella, en cuerpo y alma, el juguete de sus humores y su cariño, el indefenso, adorado y obediente instrumento de su placer.
Ante ella se desplegó una visión del futuro en un repentino destello de belleza: la visión de un marido cuya devoción nunca se debilitaría, cuya disposición lo convertía en su diligente esclavo para siempre.
Cerró los ojos despacio. Le inundó una oleada cálida de felicidad, que arrulló su cuerpo fatigado. Mientras se sumía en sueños, tendió involuntariamente la mano hacia la mesita de noche y tocó el látigo como para asegurarse, acariciando por un instante el símbolo de su victoria, el talismán de su presente goce, la garantía de su felicidad y satisfacción en los años venideros.
Ante ella se desplegó una visión del futuro en un repentino destello de belleza: la visión de un marido cuya devoción nunca se debilitaría, cuya disposición lo convertía en su diligente esclavo para siempre.
Cerró los ojos despacio. Le inundó una oleada cálida de felicidad, que arrulló su cuerpo fatigado. Mientras se sumía en sueños, tendió involuntariamente la mano hacia la mesita de noche y tocó el látigo como para asegurarse, acariciando por un instante el símbolo de su victoria, el talismán de su presente goce, la garantía de su felicidad y satisfacción en los años venideros.
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