Con una portada así, no pude resistirme a leer este libro. Sabía de antemano que no era de femdom, pero con que apareciese la escena esa ya me daba por satisfecha. Y la verdad es que, entresacando de aquí y de allá, hay bastante más que eso, lo cual no está mal teniendo en cuenta que es una novela romántica para el público general, y que cada dos por tres cae en los tópicos de siempre.
La acción se desarrolla en la época medieval. Los protagonistas, una pareja de lo más peculiar. Ella choca contra todo lo establecido al hacerse “caballero” del ejército francés. Se gana fama de implacable guerrera y la apodan el Ángel de la muerte. Él, conocido también como el Príncipe de las tinieblas, es el mejor combatiente del ejército inglés. Dos rivales que, cuando se encuentran, se enamoran, como mandan los cánones de este tipo de novela. Aquí van unos fragmentos de esta pasión al límite, que para algo estamos en la “semana de pasión”... :P
Los soldados que vigilaban a Bryce le pasaron una cuerda alrededor del cuello y le entregaron el extremo opuesto a la jefa. Durante algunos segundos se inquietó ante la perspectiva de que lo fueran a colgar de alguna rama, pero luego vio que ella aseguraba el otro extremo de la cuerda a la base del árbol. ¿Pretendía humillarlo como a un perro?
—Desátame —le ordenó.
—Tratas a todas las mujeres como si ellas fueran tus sirvientas —le dijo Ryen delante de sus propias narices—. Pues bien, aún tienes mucho que aprender, y yo estaré contenta de enseñarte. Por ahora, sin embargo, no eres mi alumno, sino mi esclavo.
La ira de Bryce se desató por completo. Si tuviera otra oportunidad… Si pudiera escapar… Si no la hubiera subestimado hasta el extremo en que la había subestimado…
De repente, no obstante, la tenía delante de él, agarrándole la cara con una mano y obligándole a bajar el mentón. Desconcertado, agachó la cabeza y sintió cómo los labios de ella se unían a los suyos, con ansiedad contenida, y le robaban por las bravas un beso.
Bryce se quedó tan sorprendido que al principio fue incapaz de reaccionar, aunque enseguida sintió cómo se ponía en tensión cada nervio de su cuerpo.
Los senos de Ryen subían y bajaban al ritmo de su respiración, mientras sus grandes ojos lo miraban extasiados y, de pronto, al notar que él se le acercaba todavía más, quizás con la intención de devolverle el beso, dio un paso atrás y le volvió la espalda.
Una inquietante sensación de rabia lo invadió por todas partes. Se maldijo a sí mismo por la instantánea respuesta que sus labios le habían dado a los suyos, por ese incontrolable acceso de placer que había encendido todo su cuerpo en un instante. Se maldijo mil veces. ¿A qué estaba jugando esa mujer? ¿El beso que había estampado en su boca era el comienzo de las lecciones que le había prometido? Si lo era, él tenía poco que enseñarle. Ella debía saberlo todo, pues… ¡qué manera de besar la de esa odiosa dama!
Clavó las espuelas a su caballo. «¿Por qué lo hice?», se preguntó, viendo cómo los nudillos de sus manos se volvían blancos a causa de la fuerza con que sostenía las riendas. «¿Por qué lo besé? ¿Fue para demostrarle que no era más que uno de mis muchos prisioneros?». Incluso mientras lo pensaba, Ryen sabía que no era cierto. Había querido besarlo desde la primera vez que lo vio, atado y hermoso, en la tienda.
—Aborrezco que me toques —replicó.
—Pero tu cuerpo te traiciona.
—¡Apártate de mí, bruja! —gruñó.
Ryen nunca había recibido órdenes de buena gana, y mucho menos cuando provenían de uno de sus prisioneros. Se puso de puntillas y presionó sus labios contra los del caballero. Al principio le parecieron tan insensibles como un muro de piedra, pero de pronto se abrieron y a través de ellos comenzó a fluir esa pasión cálida que había tratado de esconder y que ahora quedaba liberada.
—No te olvides de quién es el prisionero —le dijo ella.
Ahora la prisionera es ella porque él la ha secuestrado.
—¿Adónde vas? —le preguntó.
—Quítame las manos de encima —le contestó ella con una crispación evidente.
—No tengo intención de perderte de vista.
La mujer sonrió con amargura.
—¿Crees que si quisiera no hubiera podido escapar? —argumentó, liberando su brazo—. No eres nada más que un maldito perro inglés, y no siento por ti más que desprecio.
La mayor parte de las mujeres que él conocía se hubieran puesto a llorar hacía mucho tiempo, pero no Ángel. Ella devolvía insulto por insulto. Podía valerse por sí misma con gran facilidad, pero lo que más impresionaba a Bryce era que no se acobardaba delante de él.
Ante aquellos ojos tan ardientes, necesitó reunir toda la fuerza de su voluntad para no caer de rodillas a sus pies, entregarse y jurarle devoción eterna. Colocó las manos bajo la catarata y las llenó de agua, lavándose la cara y sacudiendo la cabeza en un vano intento de despejarse, de librarse de sus encantos.
Se topan con una panda de delincuentes...
—Vamos, muchacha, ríndete —silbó Jonás—. Te aseguro que no te haremos mucho daño.
Cuando se le acercaba, Ryen le propinó un tremendo patadón en la ingle. Bryce sintió un momento de satisfacción cuando Jonás cayó al suelo en medio de un gruñido. Ryen se volvió con gran agilidad, pero se encontró de frente con los brazos del tipo con ojos de rata, quien trató de inmovilizarla. Antes de que lo lograra, ella aplastó los dedos de sus pies con sus botas. El hombre gritó, agarrándose las piernas y cojeando alrededor de la joven. Ryen juntó las manos y con ellas le cruzó la cara, arrojándolo de espaldas encima de un arbusto.
Bryce saltó hacia delante, pero el hombre sin camisa aumentó la presión de la espada contra su cuello y lo paralizó.
Dove, viendo cómo el de los ojos de rata se revolcaba en el arbusto, soltó una carcajada, y entonces fue cuando Jonás logró ponerse de pie. Ryen se alejó lo más que pudo, pero el hombre la cogió del cabello y la atrajo hacia sí.
—¡Puta! —le dijo, apretando los dientes por el dolor que aún sentía en todo el cuerpo.
Todas las fibras del cuerpo de Bryce se congelaron cuando Jonás levantó la mano para abofetearla, y cuando el golpe la derribó, Bryce explotó. Empujó a Dove, que le agarraba el brazo derecho, hacia el hombre sin camisa, apartando la espada de su cuello, y luego levantó por los aires al hombre de la barba y lo arrojó contra la espada del de las cicatrices, atravesándolo. Bryce se volvió justo a tiempo para esquivar el embate del hombre sin camisa y, agarrándole el brazo, se lo torció rápidamente hacia arriba y hacia abajo. Un sonoro crujido llenó el aire de la noche, y el hombre sin camisa chilló de dolor. La espada se le cayó de las manos, y Bryce la recogió y corrió hacia Ryen. Le tendió la mano, y cuando ella la tomó, le ayudó a ponerse de pie.
Bryce esperó el impacto, levantando instintivamente su espada y a sabiendas de que no había tiempo para bloquear el golpe. Y luego lo oyó: el sonido del metal contra el metal. La espada ni siquiera le tocó la piel. ¡Alguien la había desviado de su curso! Ryen se colocó al lado de Bryce, con una espada en la mano. Puso su cuerpo frente a él con ánimo de detener la siguiente embestida del de los ojos de rata. La indignación se apoderó de Bryce. ¡Debería ser él quien la rescatara a ella, y no al revés!, pensó. Pero no tuvo tiempo de regañar a Ryen, ya que le tocó defenderse del ataque que se aproximaba. Cedió ligeramente el terreno, protegiendo a Ryen, y a pesar de que estaban en medio de una lucha en la que se jugaban la vida, Bryce sintió que un fuerte hormigueo recorría su cuerpo cuando la espalda de Ryen rozó la suya. Incluso en medio de una batalla, esa mujer le llegaba a lo más profundo del corazón y lo conmovía como ninguna otra lo había hecho.
Los hombres de ella vuelven a cogerlo prisionero, van al castillo del padre, él escapa y todos le echan la culpa a ella. Escena de Ryen con su padre...
Él nunca la creería de verdad. La gente quería creer que una mujer era más débil que un hombre, y que no era apropiado que una mujer levantara la espada para defender su reino. Por lo tanto, ¿qué importaba que lo que dijera fuera cierto o falso?
—Te sientes muy orgulloso de mi hermano, ¿no es cierto? —preguntó la joven con suavidad, aunque sin ocultar cierto resquemor en la voz.
Jean Claude no se volvió. Mantuvo su mano sobre la manija de la cerradura, como si quisiera dejar abierta una posible vía de escape.
—¿Por qué, padre? Quiero saber por qué nunca me miras de esa manera.
—Ya no puedo sentirme orgulloso de ti —replicó con sequedad.
—No estoy hablando de ahora. Estoy hablando de cuando recibí el título de caballero, de cuando gané la batalla de Picardy, de cuando te traje al Príncipe de las Tinieblas.
Jean Claude volvió a vivir los acontecimientos que ella nombraba. Imágenes fragmentadas pasaron otra vez por su mente, acompañadas de agudas y vívidas emociones.
Desconcierto era la palabra. Una muchacha joven y bella, cubierta por una armadura y plantada, desafiante, delante de sus vecinos y de sus amigos. ¿Cómo podía su hija, una señorita, convertirse en un guerrero? Ella no debía rescatar; ¡debía ser rescatada!
Pesar. También ésa era la palabra. Un castillo envuelto en llamas, de cuyo interior salían gruesas columnas de humo. Hombres armados sobre sus monturas gritando que habían obtenido la victoria. Una mujer joven caminando hacia él, pasando cuidadosamente sobre caballeros y caballos caídos. Ningún hombre querría a una mujer capaz de causar tanta muerte y desolación.
A través de todas estas imágenes, que se encendían y se apagaban de repente, le llegaban también los murmullos de la gente: «¿Es cierto que tiene un corazón de hielo?»; «¿es cierto que sus besos esclavizan a los hombres?»; «¿es cierto que es el Ángel de la Muerte?».
Batalla Francia-Inglaterra, ella cae herida, él la rescata...
Pensó en el juramento que le había hecho en el momento en que se separó de ella: «Te volveré a encontrar». Varias veces se había preguntado qué lo había impulsado a prometer tal cosa. Ninguna mujer podía ser como él la recordaba a ella: tan desafiante y testaruda y, al mismo tiempo, tan suave e inocente.
Recordó su conversación con el rey inglés.
—¿Cómo es? —quiso saber el rey Enrique.
Bryce pensó la respuesta durante un momento y luego respondió:
—Es… es un guerrero, señor.
—No, no. Me refiero a su aspecto de mujer. ¿Es fea?
—No —se apresuró a contestar—. Cuando no tiene puesta la armadura, es delicada y suave, aunque pretenda no serlo. Y es también astuta, astuta como un zorro —añadió mirando a Enrique a los ojos—. Si hubiera nacido inglesa, toda Inglaterra estaría a sus pies.
Bryce miró a Ryen: sus tiernos labios entreabiertos, la blancura de su piel, sus ojos dormidos, sus largas pestañas, que descansaban como una pluma al borde de sus párpados. Vio cómo subían y bajaban serenamente los pechos. Era irónico: mientras muchos luchaban por su muerte, él, el más enconado de todos sus enemigos, luchaba por su vida. Apartó de la mente la imagen de aquella mujer gloriosa e invocó la imagen de su hijo muerto, para endurecerse. No pudo.
—Os suplico que le perdonéis la vida, señor.
Enrique se puso de pie.
—Maldita sea, Bryce. No puedo hacer eso. Aunque ella no parezca mi enemigo, lo es. Mi decisión está tomada —añadió, y se encaminó hacia la cortina de la tienda.
Bryce se levantó lleno de pánico.
—Te suplico que le perdones la vida para que yo mismo pueda infligirle el dolor que ella me ha causado.
Enrique sonrió.
—El brillo que hay en tus ojos no corresponde al de un hombre dispuesto a infligirle dolor a esta mujer.
Bryce apartó su mirada.
Bryce se la lleva a su castillo en Inglaterra.
La joven lo miró de frente.
—Mi rey pagará lo que le pidas —declaró con soberbia.
De modo que allí estaba, tan arrogante y tan segura de sí misma, en su castillo de altanería irreductible. Quería tomarla entre sus brazos para que aprendiera a tenerle el respeto que sus caballeros y sus campesinos le demostraban. No obstante, había algo en su actitud desafiante que afectaba a sus sentidos. Le excitaba. El deseo de tocarla se apoderó de él y lo llevó a cogerle la barbilla, obligándola a mirarlo a los ojos.
—Más vale que así sea. Porque cuanto más tiempo pases aquí, más peligro correrá tu vida.
Ryen movió la cabeza para liberar su barbilla y se quedó mirándolo.
—No te tengo miedo. Y si me matas, ¿cómo cobrarás el rescate?
—No estaba hablando de mí, sino de ellos —y señaló con un gesto a Talbot y la docena de soldados que se aglomeraban en la puerta—. Ninguno tiene el corazón tan suave como yo —dijo en voz baja, para que sólo ella pudiera oírlo.
McFinley se levantó, se inclinó sobre la mesa y acercó su cara a la de ella.
—Vamos, muchacha —le dijo—. Mírame. Quiero ver si es cierto que puedes convertir mi sangre en hielo.
Ryen alzó los ojos hacia él, sin decir una palabra, pero retándolo con la mirada.
—La leyenda se equivoca —dijo tranquilamente, inclinándose también hacia él —. No es en hielo en lo que soy capaz de convertir la sangre de los hombres.
—¿Entonces cuál es la verdad? —preguntó McFinley con la voz ronca.
Cuando el silencio cayó sobre la concurrencia, Ryen sonrió, saboreando el momento de dominio que protagonizaba.
—En fuego —murmuró Ryen.
Bryce miró a Ryen, que estaba acostada en su cama. Admiró la suavidad de su piel, su expresión pacífica, la graciosa forma en que las pestañas descansaban sobre el borde de los ojos, los sensuales labios. Parecía un ángel dormido. Sonrió. Pensó que era una criatura tan engañosa que podía seducirle incluso dormida.
Ella se agitó en la cama y Bryce se arrodilló a su lado. Con suma delicadeza le quitó un mechón de pelo que había caído sobre sus mejillas y se le acercó cuanto era posible. Sonrió, sin acabar de creer que había desafiado a sus hombres para defenderla. Estudió su cara angelical. Había una extraña serenidad en sus rasgos, una rara calma que contrastaba con los pesares y turbulencias de su alma.
Los latidos del corazón de Ryen se aceleraron. Lo odiaba. Era un perro inglés que no tenía nada que ofrecerle, se había repetido una y otra vez, preparándose para ese momento. Pero ahora, enfrentada a su mirada abrasadora, su sangre hervía, ciertamente, aunque tenía que reconocer que no era de rabia…
Bryce la veía allí, tan furiosa, tan bella, y se sentía irremediablemente seducido. Trató de controlar sus sentimientos. ¿Sabía lo que estaba haciendo? ¿Por qué no se había deshecho de aquella mujer, de aquella feroz enemiga de Inglaterra? Pero en cuanto la miró otra vez y vio con qué inocente aspecto se mordía el labio inferior, enrabietada, la sangre volvió a correr por sus venas a golpe de tambor.
Bryce caminó hasta la ventana y se quedó mirando el atardecer. Más allá del muro, justo antes de la arboleda, estaba el campo de entrenamiento, donde a esa hora varios hombres practicaban con la espada. ¿Qué pensarían de él si supieran que su única debilidad era su mayor enemigo, si supieran que una sola mirada de aquellos ojos del color del zafiro podía obligar a su señor a arrodillarse?
Bryce miró una vez más sus profundos ojos azules. ¡Era perfecta! ¡Dios, tan perfecta! Tanto deseo tenía de tocarla que sintió que sus manos temblaban. Tuvo que darle la espalda y apretar los puños. Estaba a punto de sucumbir.
—Eres muy terco —dijo Grey—. Tu Ángel es una mujer extraña. Es inteligente, educada, para bien o para mal, y bella. Puede conquistar los corazones de sus enemigos con sólo mirarlos. Y por encima de todo, es una guerrera.
—¿Y qué? —preguntó Bryce con impaciencia.
Grey se inclinó hacia delante hasta colocar los brazos encima de sus rodillas y quedar casi pegado a Bryce.
—He visto cómo te mira —dijo con calma—. He visto cómo te sigue con los ojos cuando atraviesas el salón.
—Ella es mi enemiga —murmuró Bryce.
—Oh, no, hermano. Es sólo tu contrincante, tu lado opuesto.
Poco después, Bryce Princeton estaba en pie en una almena de su castillo, mirando los tejados de la aldea y, más allá, los campos sembrados. Sintió que su corazón levantaba el vuelo. Quería dárselo todo a Ryen. Quería hacerla feliz. Y ahora, finalmente, sería libre para hacerlo.
Su mente volvió a Ryen. ¿Qué cara pondría cuando se enterara de que el rey no pagaría el rescate? ¿Se arrodillaría delante de él para implorar clemencia? Su boca dejó escapar una ligera sonrisa. No. Jamás haría eso su Ángel. La hermosa guerrera levantaría su pequeño mentón con arrogancia y le preguntaría qué pensaba hacer con ella.
—Tu rescate será pagado. ¿Crees que tus lindos muslos no valen la cantidad que he pedido? Pues te equivocas, Ángel. Yo le pagaría lo que fuese al diablo mismo para tenerte de nuevo.
Aquel reconocimiento la sorprendió. Se irguió delante de él, sin habla. «Me desea», pensó. La deseaba con un hambre enloquecida, y eso era lo que explicaba su comportamiento. Ella nunca había visto tanta cólera en los ojos de un hombre, excepto en el campo de batalla.
Ella le da una lección a uno que abusa de los campesinos...
Ryen levantó la espada y paró el golpe, pero él la atacó una y otra vez. El impacto de sus embestidas le desgarraba el brazo, pero la confianza y la costumbre guerrera comenzaron a volver a su cuerpo con cada cruce de las armas. El viejo sentimiento de poder regresó a ella con cada choque del metal contra el metal. Volvió a ser ella, volvió a hacer lo que mejor hacía.
Levantó las cejas y sonrió delante de su misma cara.
—¿Es esto lo mejor que puedes ofrecerme? —le preguntó con sorna inocultable.
Un gruñido de rabia salió de lo más profundo de la garganta del hombre, quien arremetió contra ella con toda la furia que fue capaz de reunir en ese momento.
—Baila toda la noche, hasta que se te quemen los pies —dijo Ryen, pasándose la espada a la mano derecha para atacarlo por el flanco izquierdo.
McFinley contuvo a duras penas su avance.
Ryen alzó su arma hasta el cuello de McFinley. Una sonrisa de triunfo iluminaba su cara.
—Me rindo —dijo él, alzando la voz para que todos los presentes lo oyeran.
—Eres un canalla —contestó Ryen—. Nunca vuelvas a humillar a personas indefensas. ¿Entiendes? Si lo haces —añadió—, tendrás que responder ante mí —y presionó la punta de la espada contra su piel.
—¡Me rindo! —gritó McFinley.
—Me has embrujado, mujer —le dijo Bryce—. Tu imagen me persigue a donde quiera que vaya. No puedo dormir, no puedo vivir por el deseo que siento por ti.
Le quitó la falda y contempló sus piernas desnudas durante un momento interminable.
—Dios mío —susurró el hombre, y luego levantó una mano temblorosa para acariciar con reverencia la suave piel femenina.
Las caricias y los besos de Bryce la bañaron con sus aguas cálidas hasta que el deseo se volvió incontrolable. Era un sentimiento más fuerte que el afán de venganza, más poderoso que la sed de sangre, distinto, superior en fuerza a cualquier sensación conocida. Sonrió, mordisqueándole amorosamente el cuello.
Ryen acarició con los lánguidos dedos de su mano izquierda las planicies de su estómago, maravillándose por su tersura y, al mismo tiempo, por su dureza.
—Mi pequeña arpía —dijo él—. Anoche me rendí ante tus insaciables apetitos. ¿No fue suficiente?
Ella quería hundirse de nuevo en el calor de su cuerpo, donde nadie pudiera tocar el amor infinito que sentía por él, pero el pensamiento de su incierto futuro coartó sus movimientos. ¿Cómo podía vivir con Bryce, siendo una enemiga, y a sabiendas de que sus hombres la odiaban? ¿Qué sorpresas les depararía el porvenir?
—¿Qué harás conmigo? —le preguntó.
—¿Qué haré contigo? —contestó él con una sonrisa—. Pues hacerte feliz. Y como parece que donde más feliz estás es en la cama —agregó al tomarla entre sus brazos—, ¡te permitiré que la uses cuantas veces quieras!
Ryen no pudo reprimir la carcajada que salió de su garganta.
—Pero debes comer bien para mantenerte fuerte —le advirtió en tono serio al volver a mirarle los ojos—. No toleraré que seas débil y apática cuando te encuentres debajo de mí.
—O encima de ti —replicó ella con coquetería, acariciándole la nuca.
—Mi pequeña arpía… Debería poseerte ahora mismo —dijo Bryce atrayéndola hacia él hasta tenerla cerca, muy cerca, tan cerca que pudo oler el perfume de su pelo y susurrarle al oído—: Nunca en mi vida he sido tan feliz. No permitamos que esto se acabe.
—¿Me llevarías a dar un paseo a caballo, Bryce? —siguió diciendo ella—. Quiero ver con la ayuda de tus ojos las tierras de Inglaterra.
—Si eso es lo que deseas… —respondió Bryce.
McFinley miró a Ryen, quien podía ver las señales del miedo en sus ojos. Lo había derrotado en la lucha y le había perdonado la vida, y ahora se encontraba en sus manos otra vez.
Ryen se incorporó y miró a McFinley.
—Levántate —le dijo.
Él esquivó sus ojos, frotándose el cuello durante un momento, hasta que finalmente se puso de pie.
Ryen se dio cuenta de que era mucho más alto de lo que ella recordaba.
—Les servirás a los campesinos durante la comida del mediodía.
McFinley alzó las cejas.
—No puedes darme órdenes —le dijo—. Si quieres golpearme estás en tu derecho, pero no puedes darme órdenes.
—Tengo derecho a castigarte —replicó Ryen con confianza—. Y ahora arrodíllate.
McFinley miró a Bryce.
—No recibiré órdenes de ella.
—Que te arrodilles —repitió Ryen.
—Harás lo que ella te ordena —apuntó Bryce con dureza—, o te enfrentarás a mi castigo.
McFinley apretó los dientes y se arrodilló delante de Ryen.
Grey levantó la nariz para inhalar el aire perfumado del bosque.
—Creo adivinar que tus problemas giran en torno a una mujer francesa que se caracteriza por su terquedad —le dijo jovialmente.
—No se necesita ser un genio para adivinarlo —replicó Bryce.
—Me alegra que no hayas perdido el sentido del humor.
—Pero mis hombres la desaprueban.
—¿Y qué?
—Yo quiero que se quede a vivir conmigo en el Castillo Oscuro. Destruiré a cualquier hombre que se oponga a mis designios.
—La mayor parte de los hombres no se opondrá a tus designios. Tú eres un caballero respetado y admirado y, al fin y al cabo, ella es una arpía muy atractiva. Cualquier hombre se rendiría ante sus encantos. Casi todos te comprenden perfectamente.
—No se trata simplemente de sus encantos —insistió Bryce—. Lo que sucede es que se me inflama el alma cuando estoy con ella.
—¿Y eso no se debe a que te encanta?
—Puede ser —gruñó Bryce alzando los hombros—, pero la gente dirá que el Príncipe de las Tinieblas domó al Ángel de la Muerte.
—Puede ser… —repitió Grey—, aunque también podría suceder lo contrario.
Lentamente, Bryce se inclinó hacia ella. Sus ojos brillaban de felicidad al abrazarla de nuevo.
—Puedes tomar las riendas de mi castillo, Ángel. Todo lo mío es tuyo.
—Lo sé —contestó Ryen sonriendo entre sus brazos.
—Con una condición —añadió Bryce, y cuando Ryen levantó la vista hacia él le dijo—: Que nunca me abandones.
—No eres feliz aquí —dijo la voz de Bryce, sonando entre la brisa.
Ryen se liberó de sus brazos y lo miró a la cara.
—¿Por qué dices semejante cosa?
—Abandonas mi cama en mitad de la noche. ¿Es que no te gusto? ¿Es que no te satisfago? —preguntó en un tono directo y sincero.
Ryen sonrió y después se estiró para besarlo en la boca, mordiéndole los labios hasta que sus lenguas se encontraron.
Impaciente, Ryen puso una mano sobre su pecho y lo empujó hacia atrás con gentileza. Él se dejó llevar por el impulso y recostó su espalda contra el tronco de un árbol. La mujer se le echó encima. Le agarró sus fuertes manos, se sentó a horcajadas sobre su cuerpo y lo besó con un ardor que le sorprendió. En forma casi instantánea, sin embargo, la sorpresa se trocó en pasión y en deseo.
—Sería mejor que te quedaras —murmuró, y al ver la mirada entristecida de Ryen, se llevó un dedo a los labios—. Tú sabes que nada me gustaría más que tenerte a mi lado, pero esta vez debo negarme a mí mismo ese placer, ese privilegio.
Ryen asintió con la cabeza, intentando disimular la decepción que sentía en ese momento.
—Sólo estaré fuera cuatro días, y te prometo que a mi regreso te compensaré cada minuto que haya estado ausente.
Una ex-amante de Bryce aprovecha la ausencia de este para poner celosa a Ryen...
—Supongo que piensas que eres especial —le dijo—. Pues bien, no lo eres. Él me ha poseído en todos los dormitorios de este castillo, incluido éste —y se inclinó sobre la cama.
Las mejillas de Ryen se enrojecieron.
—Todas estas telas y todas estas joyas que te ha regalado no significan nada — agregó volviéndose hacia Ryen con los ojos marcados por el desprecio—. Nunca tendrás su corazón, porque tiene un corazón salvaje, tan salvaje como el de los lobos, y porque tú no eres bastante mujer como para poder domesticar a un lobo.
—Vete —le ordenó Ryen—. Vete antes de que te estrangule.
Enfrentamiento de Ryen con un soldado...
Ella dio otro paso hacia delante. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, sacó su espada con velocidad endiablada y colocó el filo sobre la garganta del guardia.
—Aléjate de la mesa —le ordenó.
Los ojos oscuros del soldado pasaron de la divertida incredulidad a la rabia en un instante.
—Yo no recibo órdenes de una mujer —le dijo, y movió una mano hacia la daga.
Antes de que su palma se cerrara sobre el mango, Ryen apretó la punta de su espada contra la nuez del hombre, que se detuvo en seco.
—Pues ésta será la primera vez que lo hagas —contestó ella—. Retírate de la mesa si no quieres que te corte el cuello.
Un espía (bastante machista por lo que se ve) pretende que ella envenene a Bryce...
—Derrámalo en su comida o échalo en su jarra de cerveza. Estará muerto después del primer sorbo.
—No puedo —murmuró Ryen— Él no vendrá a verme, y no creo que quiera comer conmigo.
Vignon se encogió de hombros.
—Hazlo cambiar de parecer. Al fin y al cabo eres mujer.
Ryen se quedó boquiabierta y sintió que la rabia se le subía, incontenible, a la cabeza.
—Soy un caballero.
—Entonces encuentra una espada y atraviésalo con ella. Obtendremos el mismo resultado —dijo secamente, y se encaminó hacia la puerta.
Bryce la reta a un duelo final para resolver si se queda o se vuelve a su país.
«¡La única manera de resolver el asunto es dirimiendo nuestras diferencias en el terreno de las armas, en el campo del honor, en el ámbito de los ya centenarios códigos de la caballería!», se decía febrilmente. Pero ella, aunque tratara de convencerse de lo contrario, no era sólo un caballero. Era también una mujer…
Bryce se acordó de la primera vez que la había visto. Recordó cómo brillaban sus redondos ojos azules entre la neblina blanca, como las llamas de una hoguera, y se acordó también de lo asombrado que se había quedado cuando comprobó que su adversario era una mujer. Ahora, cuando ella se disponía a enfrentarse a él desde el otro lado del campo, la veía a través de la fina bruma producida por la lluvia, y aunque no llevaba cadenas alrededor de sus brazos, sentía los hombros pesados. Tenía que ganar y, sin embargo, no podía lastimarla. En otros tiempos, lo único que había querido era matarla. Ahora, todo lo que quería era casarse con ella.
—¡Ríndete! —gritó desde su extremo del campo.
El pequeño mentón insolente de ella se levantó en respuesta a sus palabras. Lo miró con ojos desconfiados y espoleó a su caballo para luego detenerlo al lado del suyo.
—¿Me retas a un duelo y luego te niegas a luchar? —preguntó Ryen—. ¿Pretendes que me rinda sin combatir?
A través de la abertura de su visor, Bryce pudo ver que sus grandes ojos azules brillaban de furia.
—No soportaría verte herida —respondió él—. No valdría la pena. Ni por mi orgullo ni por mi honor valdría la pena.
—¿Y qué me dices de mi honor? —insistió ella mientras su caballo relinchaba nervioso.
Bryce trató de responder a la pregunta, pero lo único que pudo hacer fue contemplar en silencio aquellos profundos ojos azules, tan encantadoramente iluminados por la pasión del combate.
—¿Tienes miedo de pelear conmigo? ¿Tienes miedo de que te derrote? —le preguntó con intención provocadora. —¡Enfréntate a mí, Príncipe de las Tinieblas! —lo desafió—. ¡Atrévete a luchar contra el Ángel de la Muerte! —añadió—. ¿O es que eres un cobarde?
Bryce sabía que era muchas cosas, pero «cobarde» no estaba entre ellas. Por consiguiente, espoleó a su caballo hasta el otro extremo del campo, ocultando sus sentimientos. Nunca había perdido un duelo, y éste no sería la excepción. Aguzó la mirada cuando sus ojos descansaron en Ryen. Se había quitado el yelmo. Su pelo glorioso brillaba de manera vibrante y salvaje bajo la llovizna ligera que caía del cielo. Sus grandes ojos azules estudiaban las características del terreno, y aun en la distancia, le inflamaban el alma. Sintió que el deseo carnal corría por sus venas y que todos sus músculos se rebelaban. Un gemido salió de su garganta. «Maldita sea», pensó. «Intenta distraerme».
Entonces ella espoleó su caballo. Bryce no tardó en hacer lo mismo. El trueno de los cascos de los animales galopando desbocados resonó en sus oídos. La punta de la lanza de Ryen venía firme y segura hacia él.
Bryce se obligó a concentrarse en la victoria. Se inclinó sobre el cuello de su montura, afirmando la lanza en la mano, y fijó sus ojos en el blanco.
El pelo de Ryen ondeaba hacia atrás a causa del viento, y durante una fracción de segundo, se imaginó que extendía una mano para acariciarlo.
Cuando se dio cuenta de que el sutil truco había funcionado, comprendió que ya era demasiado tarde. Su lanza rozó el brazo del Ángel de la Muerte en el mismo momento en que sintió que un fuerte impacto le aplastaba las costillas. Salió volando de la silla y su cuerpo se estrelló contra la tierra. Desconcertado, se quedó quieto durante un momento, mirando aturdido el cielo gris. ¡Él, el Príncipe de las Tinieblas, había sido derribado de su caballo en un duelo!
«Ella ha ganado», pensó, atónito. Nadie, nunca, lo había derrotado en un duelo, pero la pequeña arpía francesa había conseguido lo que ningún otro caballero, jamás, había conseguido antes. La victoria de ella, sin embargo, le produjo una repentina sensación de serenidad. Se enderezó lentamente en el suelo, esperando encontrarla sobre su montura, con la punta de su lanza dirigida hacia su pecho, pero lo que vieron sus ojos le provocó un escalofrío que le estremeció todo el cuerpo.
Ryen yacía sobre el pasto a pocos metros de él.
Bryce logró levantarse, en medio del dolor que todavía le atenazaba las costillas, y dio un paso vacilante hacia ella. Se dio cuenta de que no se movía.
—No —murmuró, y un susurro agonizante escapó del nudo que repentinamente se le había formado en la garganta.
Sus pasos crecieron en longitud y en urgencia hasta que, después de un tiempo que se le hizo eterno, se arrodilló sobre la hierba húmeda, a su lado. «No puede estar herida. Nunca me lo perdonaría», se dijo.
—Ryen…
Un brillo de miedo apareció en sus ojos negros cuando observó ansiosamente todo su cuerpo. No había manchas de sangre. Estaba bien. Lo supo en el momento en que sus grandes ojos azules volvieron a mirarlo. Lo supo en el momento en que le puso una daga en la garganta.
Se sorprendió tanto que no pudo ni moverse, ni siquiera respirar. «Qué pequeña arpía tan traicionera», pensó. «Y yo, que estaba preocupado por ella. Afortunadamente, en todo juego largo hay desquite…».
Fingiendo que le faltaba el aire, Bryce se dejó caer sobre ella, llevándose una mano a las costillas. La daga en su garganta fue reemplazada de inmediato por dos manos cariñosas que lo acariciaban, y en ese mismo instante, Bryce supo que había ganado el duelo.
La agarró de la mano con la que sostenía la daga, la acercó a él y la abrazó.
—Aprendo rápido, Ángel —le susurró al oído.
El sintió que el cuerpo de Ryen se estremecía de furia y que trataba de zafarse de su abrazo.
—Sabías que vendría en tu ayuda —le dijo con admiración en la voz—. Sabías que eras mi única debilidad. Y supuse que yo también sería tu única debilidad…
—¡Eres un maldito arrogante! —dijo ella golpeándole en el pecho.
—Nunca quise lastimarte, pero no podía arriesgarme a perderte.
De repente, ella logró soltarse.
—¡Mi espada! —gritó, guardándose la daga bajo el cinturón.
Bryce no levantó su espada.
—¿Acaso no sabes lo que significas para mí? —insistió él—. Mi vida era completa en aquellos días que pasamos juntos, en aquellos días en que parecías feliz a mi lado. Lo que quiero ahora es recobrar esa felicidad. Para ti y para mí. De alguna manera… que no sé cómo explicar… te has convertido en algo muy importante para mí, mucho más importante que todos mis enemigos, mucho más importante que Francia. Te has convertido en mi Ángel.
Bryce se quedó mirando sus grandes y profundos ojos azules. Se habían suavizado un poco, y durante un momento se atrevió a abrigar esperanzas. «¿Lo dejará todo por mí?». «¿Será capaz de bajar el arma para convertirse en mi esposa?».
Durante un tiempo indefinido, nada sucedió. Después, Bryce vio que sus dedos apretaban el mango de la espada, y sólo el instinto lo salvó.
Al chocar, las dos espadas resonaron en el campo del honor.
—No me obligues a luchar contra ti, Ryen —le dijo entre las armas cruzadas—. No quiero hacerlo. Lo que quiero es que me aceptes.
—¿Que te acepte? —vociferó ella.
—Que aceptes voluntariamente pasar el resto de tu vida conmigo. Que aceptes voluntariamente ser mi esposa.
—¿Me quieres a mí? —preguntó ella.
—Te he querido desde el primer día en que te vi —contestó Bryce.
La vio debatirse en medio del conflicto que surgía dentro de ella, hasta que sus cejas se juntaron y él tuvo que bloquear con su espada una nueva arremetida.
—¡No me rendiré ante ti! —le dijo rechinando los dientes.
—Entonces no me dejas otra alternativa —contestó Bryce.
La embistió con todas sus fuerzas, tratando de arrebatarle el mortífero instrumento, pero Ryen agarró su arma con las dos manos y contuvo los golpes. Las láminas metálicas chocaron en el aire y los dos contendientes quedaron a pocos centímetros de distancia.
—Es imposible que resistas la superioridad de mis fuerzas —la amenazó Bryce mientras se le acercaba más y más, hasta casi rozarle los labios—. Créeme lo que te digo. Te amo con todo mi corazón.
—¿Piensas que yo traicionaría mis juramentos tan fácilmente?
Él se incorporó.
—Tendrás que derrotarme primero, Príncipe de las Tinieblas —lo retó—.
—Como prefieras —contestó él, y levantó el brazo para blandir la espada. Ryen paró el golpe y contraatacó con un mandoble hacia sus costillas que estuvo a punto de derribarlo. «Es un oponente admirable», pensó Bryce. «Sin embargo, aunque suelo disfrutar con un buen encuentro entre dos caballeros que luchan con su espada hasta la muerte, debo terminar con esto ahora mismo». La embistió entonces sin tregua, pero Ryen era rápida y ágil, lo que le permitía esquivar sus ataques y contrarrestar sus golpes.
Finalmente, con un poderoso gruñido de frustración, Bryce blandió la espada en un giro tan veloz y tan certero que logró despojarla de la suya, que salió volando por los aires antes de caer al suelo.
—Ríndete, mi Ángel —le susurró. Soltó la espada, le acarició el mentón y estudió cada detalle de su cara: su piel mojada por la lluvia, sus labios besados por la niebla y aquellos espléndidos ojos del color de los zafiros que habían capturado su corazón. —Eres todo lo que deseo —le dijo—, todo lo que podría desear. He sido un idiota al no reconocer la felicidad que me invade cuando estoy contigo. Te amo, Ángel.
Se estaba acercando para besarla cuando sintió que algo le presionaba las costillas. Miró hacia abajo y vio que ella tenía una daga en la mano, y que descansaba justamente sobre una de las brechas abiertas en su armadura. Se apartó bruscamente y contempló sus ojos de nuevo.
—Nunca lo sabremos —murmuró ella.
Él frunció el ceño y ella bajó el arma.
—¿Sabremos qué? —preguntó.
—Cuál de los dos es el mejor guerrero —suspiró Ryen, y se inclinó hacia delante, con los ojos cerrados, para colocar los labios sobre los suyos.
El beso se hizo más hondo y la atrajo aún más hacia él. Luego la alzó en sus brazos y empezó a girar bajo la lluvia brumosa. Una carcajada de alegría resonó en el campo del honor.
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